¿Y si mañana renunciara a todo aquello que equilibre la balanza?

18 sept 2011

La maldición del poeta; el precio a pagar por el don de escribir.

Era ella, por ese aura de misticismo que siempre la acompañaba; era la princesa del anonimato, la reina del disfraz con una máscara de sinceridad que a quien no estaba acostumbrado a lidiar con la verdad por delante, asustaba.
La primera vez que la vi, que me crucé con ella, jamás lo imaginé, nunca la creí así, tan perfecta; vestía trajes teñidos de humildad y crudeza, denotaban sus palabras una seguridad en sí misma envidiables, unos ojos que erizaban a la serenidad nada más posarse sobre ella.
No caí en la cuenta de que era ella hasta que me la volví a cruzar, hasta que forzamos el momento en aquella biblioteca falta de concentración en lo que a letras se refiere, con un corazón desbocado como única señal de vida, y un silencio mudo que parecía querer oír aquel; disculpa, ¿tienes un bolígrafo?
Era la pregunta, ella había pronunciado la pregunta, la que era mi pregunta.
Siempre llevaba bolígrafos “BIC” encima, soy poeta, son mi arma de destrucción masiva y mi herramienta para construir.
Pues aquella vez, no fue tan fácil responder, mi voz zozobró en el intento por salir de aquel agujero que ahora era mi garganta, o quizá queriendo acompasarse con el aire que allí se respiraba, decidió no salir.
Un leve movimiento de su cabeza, un parpadeo suyo, me hizo darme cuenta que efectivamente; me la había quedado mirando a los ojos.
No volví a verla por aquella biblioteca, no con la frecuencia con la que desde aquel momento nos estuvimos cruzando digo.
Era como un reloj, yo salía cuando ella entraba, yo agachaba la cabeza cuando ella buscaba mi mirada perdida entre las historias de aquellos locos filósofos.
El destino, como siempre desde que le conozco, hizo de las suyas.
Recuerdo aquella tarde en la que nos cruzamos en las escaleras, ella quiso intercambiar un tímido “hasta luego” con un personaje tan peculiar como yo, que todo lo que expresó fue un ilógico “ey”.
Y así seguimos un par de semanas, intercambiando gestos con la cabeza, tímidas miradas, algún que otro apunte, y compartiendo una misma situación; ambos dos en aquellas mesas, separados por una hilera de sillas, y solos, siempre solos.
Aquello era curioso, pues en mi caso, la soledad ocupaba gran parte de mi día a día.
La cosa siguió así, y nos plantamos en Diciembre.
Comenzaban los exámenes, y un amigo decidió venirse conmigo para preparárselos.
Cosas de la vida, se conocían ambos dos.
Me la presentó, y aún hoy recuerdo su nombre; Daniella.
Como para olvidar ese nombre, con la de historias que me dio…
Me enteré que no iba por mi rama de estudio, tenía otras ideas, otras teorías.
Al caso, tras los exámenes, una noche de fiesta en aquel pueblo alejado de la mano de Dios, la vimos mi amigo y yo.
Ella vino a hablar con nosotros, y estuvimos hablando.
Seamos sinceros, ella hablaba con él, yo era un mero espectador del espectáculo más maravilloso de la vida, dos adolescentes “ligando”.
Aquella noche, aprendí una gran lección; nunca juzgues antes de conocer.
Mi amigo, que le llamaremos Francis, se fue, y quedé a solas con Daniella.
Estuvimos hablando, y… me gustó aquella conversación, debo reconocerlo.
Me gustó su forma de enfocar que la política en España no merecía la pena, que el amor va y viene sin pararse a esperarnos, que la vida es dura sólo si dejas de vivirla en algún momento.
Aquella noche terminó, como todas las grandes historias, o eso pensaba yo.
A la semana que viene volví a verla en el mismo sitio de siempre, y la invité a sentarse conmigo.
Aceptó, con una sonrisa cómplice, y me propuso ser yo el que se sentara con ella.
Y así pasamos otro mes, jugando con los bolígrafos que ahora ya la regalaba en vez de dejarla, intercambiando miradas por las tardes, y batallas cada noche, en aquel pueblo.
Y así estuvimos, hablando, creando una confianza que nunca antes había tenido con nadie. Un vínculo muy difícil de separar.
Por las noches, ella venía a mí, hablábamos largo y tendido.
Los primeros fines de semana fueron más cortantes, pero con el tiempo, se hizo casi automático. Llegar a aquella discoteca y buscarla con la mirada, observando con asombro que ella estaba allí, mirándome.
Recuerdo una noche a principios de Febrero. Nunca olvidaré aquella noche, por lo que significó, por lo que aún hoy por hoy significa.
Hablamos, como cada Sábado, como cada vez que nos veíamos.
Ella me pidió ir fuera para fumar, yo entre risas la dije que el vicio la mataría, y ella me agarró la mano para que fuese tras ella.
Siempre había sido un tipo torpe y escurridizo, me daba miedo tanto contacto, pero aquella noche me dieron igual mis miedos.
Tan sólo, me dediqué a mirarla mientras ella me hablaba a cerca de aquel chico que la gustaba, la miraba a los ojos, nunca supe lo que me dijo realmente en aquel momento; si me habló del amor, me comentó sus grandezas, o si por algún casual me dijo todas sus dudas respecto a aquel chico que la verdad, creo que nunca llegaré a conocer.
Sólo recuerdo que me acerqué a su boca, la junté a la mía, y la besé, sin más dilación, sin pensarlo dos veces.
Ella en un principio pareció reacia a seguir aquel beso, pero no retrocedió.
Me pidió irnos lejos de aquella puerta tan ruidosa, y así lo hicimos.
Aquel ritual, se repitió cada fin de semana, durante un gran periodo te tiempo.
En realidad, nunca hablamos a cerca de aquellos momentos.
Seguimos manteniendo una amistad de lo más normal, en aquella biblioteca, donde los juego se volvieron cada vez más intensos, provocando las atónitas miradas de los allí presentes.
Nunca se lo contamos a nadie, ni si quiera con Francis lo hablé.
Un buen día, todo empezó a torcerse.
Llegó Marzo, y ella me llamó; quería hablar.
Quedé con ella, aquella tarde no se atrevió a mirarme a los ojos, fue un saludo frío, no quiso besarme, y yo… yo ya no quería besarla.
No me parecía suficiente, no expresaba realmente lo que sentía por ella; estaba enamorado.
Era ella, era tan perfecta que un simple beso no valía de nada ya, quería demostrarla algo más, quería tenerla, quería ser su vida, que ella fuera la mía…
Aquella tarde, admito que tuve ganas de romper con todo.
Me explicó con suma paciencia y precaución, que se estaba enamorando ella también, que la daba miedo todo aquello, que nunca antes lo había sentido así…
Nunca entendí tampoco como acabó todo aquello, pero terminamos abrazados en aquel banco, sentados, arropándonos del frío que hacía esa tarde.
Dimos el paso, oficializamos aquel sin fin de amor derrochado en portales y bancos, decidimos ser uno.
Aquel día, aquel abrazo, aquella primera vez… todos esos sentimientos fluían por mis venas en aquellos tiempos en los que los dieciocho se acercaban; el primer amor…
Los consiguientes meses, fueron maravillosos.
Estuvieron llenos de paseos, de noches de divertirnos hasta al amanecer, de fiestas en su casa, de fiestas en la mía, de regalos, de miradas… aquel mirar suyo que me enloquecía.
Era tan perfecta, todo estaba saliendo bien con Daniella, aquella chica que había salido de la nada y que me alumbró el camino, como por arte de magia.
Recuerdo aquella noche en la que discutimos por primera vez.
Quiso que dejase de escribir, que dejara el verso, la prosa, que dejara de sentir más sobre el papel que lo que a ella la daba.
No podía hacer eso, era escritor, no podía dejarlo todo por que ella quisiera, estaba siendo egoísta… pero claro, eso lo veo hoy por hoy, y la abandoné; no volví a escribir.
Desde aquella noche, todo cambió.
La magia pareció esfumarse de un plumazo, dejé de escribir y dejé de sentirla, los besos sabían a rutina cada noche, el verla era lo de siempre, empezaba a echar de menos aquel sentimiento de soltería, el sentirme libre.
Llegó el momento en el que yo tuve que marcharme al extranjero; era de esperar.
Cada mes de Julio marcho a Irlanda, y… debo reconocerlo, cometí el mismo pecado que ella cometió, pero con distintas consecuencias.
La noche antes de mi cumpleaños, el veintidós de aquel mes, me llamó, explicándome que lo sentía, que había sido infiel a nuestro compromiso, que Francis estaba allí cuando yo no, que debía entenderlo.
Nunca la perdoné aquello realmente.
En caliente, la dije que no pasaba nada pero… si pasó, y tanto que pasó.
Aquella noche conocí a Janeth, y la noche siguiente a Stephany, a Lucía, a tantas y tantas chicas… fui un hijo de puta, lo admito.
Ahora me analizo, no entiendo que pasó por mi cabeza, como todo pudo cambiar de la noche a la mañana, como del amor al odio hay tan solo un paso, un paso que me obligaron a dar.
La rutina mató al amor más bello que nunca he tenido ni tendré, el no dejarme volar libre, el serle infiel a mis propios principios, esos que me dan realmente la vida y que me hacen ser como soy…
Entendí entonces, que querer forzar algo que es inviable, que no está destinado, es jugar a ser Dios. Que el corazón de Daniella no era para mí, ni si quiera tras aquellos momentos que vivimos tan inmensos, no, jugué a ser Dios una vez más.
Caí en la cuenta más tarde, que sí conocía al chico del que me hablaba, del que realmente estaba enamorada… hablaba de Francis, y no quise escucharla.

A veces, es mejor rendirse sin luchar, no forzar a que te amen, aceptar una amistad; preciosa sí, pero una amistad, antes que tirarlo todo por la borda.
Las dudas matan la pasión, el amor, la ilusión, la belleza…
Es otra de las enseñanzas que te debo Daniella; nada es lo que parece.
Por mucho que brille el Sol, las nubes nunca se irán, y algún día, terminarán llorando en tromba…

PD: es la maldición del poeta, así se define; enamorarse de imposibles que te llevarán a la desgracia. Aunque quien me conoce dice que no, en serio, no soy capaz de hacer que me amen, por eso aprendí a no forzar nada, pues jamás me querrán más que como un amigo, y anoche quedó demostrado.
Nadie me ve como su pareja, nadie piensa en un futuro conmigo… decid lo que queráis, tendréis razón pero… aún nadie a demostrado lo contrario, ni si quiera mi ex confiaba en mí, así que xD

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