¿Y si mañana renunciara a todo aquello que equilibre la balanza?

6 dic 2011

La historia de Javier Navarro Sánchez.

Cerró, dando un portazo, haciendo notar a la casa que había llegado, y que no tenía ganas de salir de allí, que su estancia iba a ser placentera, pues lo que había a extramuros no era del todo de su agrado.
Vio como una gota de sangre caía sobre los azulejos de la cocina, a la que había accedido girando a la derecha tras entrar en el rellano de acceso a su hogar.
Giró sobre sus talones, y observó el reguero, que como una fila de hormigas buscando las migas de pan que iba dejando, le seguía desde que entró. Se acercó la mano entonces al labio; aún le sangraba, y no lo tomó en cuenta, pero era de manera abundante.
La ostia que le había propinado aquel cabrón había sido lo suficientemente fuerte como para romperle el labio, y por el dolor que sentía en la mandíbula, quizás el mentón también. Intentó tranquilizarse, apoyó ambas manos sobre los laterales del fregadero, y dejó que varias gotas más se vertieran hacia el mismo. Buscó un espejo donde mirarse, donde analizar su aspecto. Giró la cabeza hacia izquierda y derecha, y, asustado por la respuesta obtenida, giró todo el cuerpo, apoyando su espalda sobre la encimera. Siguió girando a la derecha, sobre sí mismo, como el pez que intenta morderse la cola. No conseguía distinguir nada, no veía nada a través de ese ojo; el golpe había sido más contundente de lo que pensaba. Se mareó de tantos giros, e intentó coger una de las sillas de la mesa de la cocina, situadas a escasos dos metros, distancia suficiente como para permitir que se cayese, y sintiera el frío tacto del suelo. No entendí como había dejado así sus piernas, las vueltas le habían mareado, y el nivel de nerviosismo de su cuerpo se incrementó. Estaba indefenso allí tirado, cualquiera podría atacarle, dañarle, matarle.
Una lágrima resbaló de sus ojos entonces, se acurrucó como si de un niño se tratase, hincando sus rodillas en el pecho, y abrazando sus tibias con ambos brazos, realizando un absurdo balanceo, que se producía de manera involuntaria.
Cuando despertó, no sabía que hora era, ni qué día. No entendía del todo qué hacía allí tumbado, abrazado a sí mismo. Tenía frío, le dolía todo el lateral derecho de la cabeza. Sintió entonces una punzada que caló más allá de sus huesos, más allá del alma. Intentó proferir un grito de dolor, pero no fue capaz de mover la mandíbula, y un par de lágrimas furtivas se escaparon entonces de sus ojos. El dolor era insoportable, las punzadas se clavaban su cuerpo, notaba como en lo más profundo de su garganta, el sabor a sangre se entremezclaba con ese sabor metálico y oxidado que deja la resaca.
Una nueva punzada en la mandíbula, y se levantó apoyando ambas palmas de la mano en el suelo. El movimiento fue tan rápido, que sintió como la presión de su cabeza variaba de repente, y cayó entonces con el pecho sobre la mesa de la cocina. Eso le había dolido, y las ganas de gritar, hacía aun más insoportable aquel momento. Se acercó al armario donde guardaba las medicinas, y buscó un ibuprofeno que calmase aquel dolor de cabeza, que no sabía si achatar a las migrañas o al mismo motivo por el cual no veía por un ojo, y le dolía la mandíbula.
En ese momento, cayó en la cuenta de que no veía en todo el lado derecho; había una zona negra y oscura. Se asustó aun más, lo que le provocó que el temblor de sus manos aumentara. Sacó la caja que contenía el ibuprofeno, y con mucha torpeza y lentitud, logró sacar una de las pastillas. Se la metió en la boca, sin agua ni ningún otro tipo de ayuda que le sirviese para tragar. Intentó que llegase hasta su estómago, pero notó como se le atascaba la pastilla en la garganta. Tosió varias veces, con tal violencia, que sintió que moría; la pastilla seguía en su sitio, y la mandíbula le hizo llorar, y lanzarse contra el fregadero. Abrió el grifo, y situó la boca justo debajo. El chorro de agua que había abierto, quizá demasiado fuerte para lo que deseaba, salpicó toda la cocina, pero ya no le importaba. Colocó ambas manos bajo el chorro, y consiguió verter algo de agua en su esófago. La primera bocanada no fue suficiente, pero tras tres intentos, consiguió tragar la pastilla. Se acercó a la mesa, extenuado, dolorido y ahora, mojado, y se sentó en una de las sillas. Intentó tomar algo de aliento, e intentó pensar en algo útil. Sacó su teléfono móvil, y marcó el primer número de la lista. No sabía del todo quien era, no conseguía recordar quien era. Se lo acercó a la oreja, y tras dos intentos, alguien al otro lado cogió el teléfono. Era una voz femenina y pausada, tranquila, la que le preguntó un simple; ¿qué te pasa? Intentó responder, pero sólo un estúpido balbuceo salió de su boca. Ella insistió, mientras él seguía llorando, luchando contra el dolor. Cansado de aquel inútil intento por expresarse, lanzó el teléfono contra uno de los armarios, con tal rabia, que el teléfono se rompió en varios pedazos. Se levantó, y se fue al salón. Encendió el televisor con el mando, y buscó uno de los sobrecitos que contenían aquel polvo blanco, aquel signo de vida, aquello por lo que seguía vivo, aquello por lo que lo había dado todo. Lo abrió con sumo cuidado para no derramar nada; aquello era lo único que podía relajarle, tranquilizarle, hacerle sentir mejor. Apartó de un manotazo todo lo que había encima de la mesa, el jarrón, aquella foto… no recordaba quien salía en la foto, pero tampoco le dedicó más de un segundo. Terminó de abrir el sobre, y lo esparció por la mesa, con cuidado. No tardó demasiado en sacar un pequeño espejo que siempre llevaba en el bolsillo, y meterse la primera ralla, esa que esperaba que fuese suficiente para relajarle. Recostó entonces su espalda en el respaldo del sofá, y procuró relajarse. Intentó hacer volar su mente, intentó recordar lo que hizo ayer. No lo conseguía, y eso le frustraba. Recordaba frases sueltas, recordó haber estado en el mismo lugar de siempre, en aquel bar de Mazarrón que tanto dinero le aportaba. Recordó un fuerte ruido, y el tacto frío de la acera. Y ahí terminaban sus recuerdos. Hizo otra llamada, sin pensar a quien. Tan sólo se escuchó más allá un asustado; ¿papá? Era una voz infantil, era un niño. Aún no conocería su mundo seguramente, no sabía donde estaba metido, pero sí que sabía que aquella voz le hacía llorar. Recordó entonces la voz de mujer que había escuchado antes, y recordó lo que había hecho con el móvil. No entendía nada, y eso le sulfuró. Se puso rojo, la cocaína estaba haciendo efecto. Se levantó, y gritó, gritó con todas sus fuerzas, palabras sin sentido, que se entremezclaban con lamentos y gemidos. Golpeó la lámpara, con tanta fuerza, que el cristal que rodeaba la bombilla, junto con esta, reventaron al contacto con el suelo. Siguió profiriendo puñetas, a diestro y siniestro, a todo y a nada. Alcanzó el televisor, que cayó de boca contra el suelo. Comenzó a llorar, y se sentó en el suelo. Ahora le costaba andar y respirar, se acercó a rastras hasta la mesa, e incorporándose como pudo, se metió otra ralla. La inhaló hondo, y fue a por una tercera. Notó entonces como los pulmones se intentaban alejar de su pecho, como el corazón se le aceleró en exceso. Se tiró al suelo recostándose, sintiendo como su cabeza estallaba, como el dolor de su mandíbula se desvanecía, como sus ojos se inyectaban, como cada bombeo de su corazón se hacía retorcerse en el suelo…
abrió los ojos, ella estaba allí, llorando, agarrándole de la mano. En un momento de lucidez e inspiración, consiguió sacar del fondo de su garganta, lo que a él le pareció un “te quiero”. Pero ya era tarde, ya no podía volver atrás, ya no podía recapacitar, ya no podía redimir tantos años de malos tratos, más que con su muerte, lenta y pacífica, sin hacer daño a nadie más. Cerró los ojos, recordó a su hijo, Adrián… gracias a él, seguramente acabaría así también, sobre aquel frío suelo, muerto, sin nadie al lado…

Esta es la historia de mi tío, Javier Navarro Sánchez. Desgraciadamente, no es real, aún. Tras once años de malos tratos, lesiones, y humillaciones a mi tía, el muy cobarde salió corriendo a Mazarrón, su pueblo. Allí, hoy por hoy, se le juzga por posesión de armas, de drogas, tráfico de las mismas, extorsión… y aún, hoy por hoy, ella le sigue queriendo. No le da ni un puto duro, y ella le ama, cree que cambiará. El amor es un arma, el amor es peligroso… hoy es esto, pero mañana, sólo Dios lo sabe.

Fernando Cañete Lozano; autor, testigo y confidente.

Por todas esas mujeres maltratadas, y por el homenaje que no pude dedicarlas; aquí tenéis un hombro que os escucha y defiende.

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